Fotograma de la película «La novia de Frankenstein», de James Whale (1935)
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Tú no eres precisamente “el primer sonao que me hace gracia”. Además,
¿cómo que no tienes tiempo?, si pasamos un montón de horas juntos.
- Pero son horas extra.
- ¿Y eso qué quiere decir?
-
Pues que un ratito ahora está bien, pero no soporto verte mañana cuando
me levante con una resaca de mil pares de huevos y sólo quiera fumarme
un porro en silencio. Para empezar ni siquiera me dejarías esta noche
vomitar tranquilamente en el suelo del dormitorio. Y te empeñarías en
hacerme meter la ropa sucia en un cesto, y me mortificarías por
desperdiciar mi coco y mis contactos familiares, y me obligarías a
afeitarme el bigote a lo Eron Flynn y a recordar tus cumpleaños y a
preocuparme por tus orgasmos. Eso es la vida en pareja. Puede que a ti
te encante, pero a mí no: soy partidario de que cada cual apechugue con
sus cumpleaños y sus orgasmos sin dar la brasa al prójimo.
- Eso es porque no quieres a nadie de verdad.
- Puede. Me costó tanto llegar a quererme a mí mismo que no me quedan ganas de repetir el esfuerzo en favor de nadie más.
(Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, Pablo Tusset)
En
el mundo existen personas impares, y no hay que hacerle. Es más, cuanto
antes lo entendamos y lo asumamos, mejor. No pasa nada, tiene que haber
de todo en este valle de lágrimas y, al igual que hay pelirrojos,
zurdos y fans de Camela, hay (o habemos) determinados seres que nacemos
impares.
No
tenemos una media naranja, no somos piezas de un puzzle: somos un todo
completo, sin posibilidad de complementarnos con otro ser afín. Y no
pasa nada, obviando el hecho de que todo el mundo tiende a adoptar una
actitud condescendiente y paternalista para con nosotros, maldisimulando
la lástima que les inspiramos mediante el uso de frases como "eso es que todavía no has encontrado a la persona adecuada", "ya verás, cuando menos te lo esperas...".
Sinceramente, me duelen los músculos oculares de poner los ojos en blanco ante tanta compasión no pedida ni deseada.
En estas tres décadas de existencia he llegado a la conclusión (cada vez más refrendada) de que solo existe un Gran Amor. Ese Gran Amor
(así, con mayúsculas y en negrita) por el que nos volvemos imbéciles y
hacemos cosas que atentan contra nuestra madurez e inteligencia. Ese Gran Amor
por el que nos entregamos hasta extremos inimaginables, por el que nos
desvivimos y que será siempre el punto de referencia con el que comparar
las relaciones venideras. Todas serán distintas, mejores o peores, pero
ninguna como aquella.
Y sime equivoco, ¿por qué estoy tan completamente segura de que a todos se os acaba de venir Una Persona en Concreto a la mente?
Las
relaciones de pareja son rutina. Pasado el agilipollamiento inicial de
los primeros tiempos con las mariposas en el estómago, las chiribitas en
los ojos y los polvos continuos, la rutina se instala. Y que conste que
no tengo nada en contra de la rutina, es más, la considero necesaria
para no volvernos todos locos. Pero lo que no acepto (o no quiero
aceptar) es esa clase tan común de pareja que funciona única y
exclusivamente por costumbre, por pereza, por tener a alguien con quien
compartir la tarifa de Netflix o con quien pasar las anodinas tardes de
domingo de noviembre.
Una cosa es la rutina, y otra el aburrimiento compartido.
Todos
tenemos cicatrices, a todos nos han roto y nos hemos vuelto a coser.
Algunas piezas han quedado sueltas o mal pegadas para siempre. Hay quien
prefiere ignorar esas marcas y seguir en búsqueda de una muleta que le
ayude a cargar con el dolor fantasma que nunca se va del todo. Y hay
quienes sabemos que somos una especie de Frankenstein a nivel emocional,
hechos de mil trozos propios y ajenos, mal unidos, inestables.
Que nunca encajaremos. Ni en ningún sitio ni con nadie.
Que somos impares.
(Entrada publicada originalmente en Gabba-Gabba)
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