17 de novembro de 2016

Estado civil: impar


Fotograma de la película «La novia de Frankenstein», de James Whale (1935)


- Tú no eres precisamente “el primer sonao que me hace gracia”. Además, ¿cómo que no tienes tiempo?, si pasamos un montón de horas juntos.
- Pero son horas extra.
- ¿Y eso qué quiere decir?
- Pues que un ratito ahora está bien, pero no soporto verte mañana cuando me levante con una resaca de mil pares de huevos y sólo quiera fumarme un porro en silencio. Para empezar ni siquiera me dejarías esta noche vomitar tranquilamente en el suelo del dormitorio. Y te empeñarías en hacerme meter la ropa sucia en un cesto, y me mortificarías por desperdiciar mi coco y mis contactos familiares, y me obligarías a afeitarme el bigote a lo Eron Flynn y a recordar tus cumpleaños y a preocuparme por tus orgasmos. Eso es la vida en pareja. Puede que a ti te encante, pero a mí no: soy partidario de que cada cual apechugue con sus cumpleaños y sus orgasmos sin dar la brasa al prójimo.
- Eso es porque no quieres a nadie de verdad.
- Puede. Me costó tanto llegar a quererme a mí mismo que no me quedan ganas de repetir el esfuerzo en favor de nadie más.

(Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, Pablo Tusset)



En el mundo existen personas impares, y no hay que hacerle. Es más, cuanto antes lo entendamos y lo asumamos, mejor. No pasa nada, tiene que haber de todo en este valle de lágrimas y, al igual que hay pelirrojos, zurdos y fans de Camela, hay (o habemos) determinados seres que nacemos impares.
No tenemos una media naranja, no somos piezas de un puzzle: somos un todo completo, sin posibilidad de complementarnos con otro ser afín. Y no pasa nada, obviando el hecho de que todo el mundo tiende a adoptar una actitud condescendiente y paternalista para con nosotros, maldisimulando la lástima que les inspiramos mediante el uso de frases como "eso es que todavía no has encontrado a la persona adecuada", "ya verás, cuando menos te lo esperas...".
Sinceramente, me duelen los músculos oculares de poner los ojos en blanco ante tanta compasión no pedida ni deseada.
En estas tres décadas de existencia he llegado a la conclusión (cada vez más refrendada) de que solo existe un Gran Amor. Ese Gran Amor (así, con mayúsculas y en negrita) por el que nos volvemos imbéciles y hacemos cosas que atentan contra nuestra madurez e inteligencia. Ese Gran Amor por el que nos entregamos hasta extremos inimaginables, por el que nos desvivimos y que será siempre el punto de referencia con el que comparar las relaciones venideras. Todas serán distintas, mejores o peores, pero ninguna como aquella.
Y sime equivoco, ¿por qué estoy tan completamente segura de que a todos se os acaba de venir Una Persona en Concreto a la mente?
Las relaciones de pareja son rutina. Pasado el agilipollamiento inicial de los primeros tiempos con las mariposas en el estómago, las chiribitas en los ojos y los polvos continuos, la rutina se instala. Y que conste que no tengo nada en contra de la rutina, es más, la considero necesaria para no volvernos todos locos. Pero lo que no acepto (o no quiero aceptar) es esa clase tan común de pareja que funciona única y exclusivamente por costumbre, por pereza, por tener a alguien con quien compartir la tarifa de Netflix o con quien pasar las anodinas tardes de domingo de noviembre.
Una cosa es la rutina, y otra el aburrimiento compartido.
Todos tenemos cicatrices, a todos nos han roto y nos hemos vuelto a coser. Algunas piezas han quedado sueltas o mal pegadas para siempre. Hay quien prefiere ignorar esas marcas y seguir en búsqueda de una muleta que le ayude a cargar con el dolor fantasma que nunca se va del todo. Y hay quienes sabemos que somos una especie de Frankenstein a nivel emocional, hechos de mil trozos propios y ajenos, mal unidos, inestables.

Que nunca encajaremos. Ni en ningún sitio ni con nadie.
Que somos impares.

(Entrada publicada originalmente en Gabba-Gabba)

Ningún comentario:

Publicar un comentario

Fala!